Escribir puede considerarse una tarea o una necesidad profundamente
egoísta, pero en el fondo, en su propósito último, puede ser que culmine
en una de las maneras más auténticas de tender un lazo con el mundo.
Página de un diario de F. Kafka
Socialmente (y efectuando una
generalización posiblemente injusta) el escritor puede considerarse un
ser egoísta, ególatra, misántropo incluso. Cuántas historias no se
conocen de escritores y escritoras que prefieren la paz de estos
desiertos, la soledad y el aislamiento y que aun encontrándose
acompañados parecen ausentes y distantes, ensimismados, habitando las
regiones inaccesibles de su vida interior. Cuántas historias no se
conocen de escritores que, geniales en su vida intelectual (o por lo
menos destacados) son sin embargo un desastre en su vida emocional,
incapaces como parecen (o son) de establecer un lazo con el prójimo, con
el semejante, entregados como dicen estar a nada más que su obra (que,
visto desde fuera, no parece otra cosa más que una extensión de sí
mismos).
Puede ser, en efecto, que esto sea
cierto. Al menos en parte. Los escritores tienen el defecto social de
poseer una intensa vida interior: lo que viven lo viven quién sabe si
docenas o cientos de veces, recreando un suceso hasta dar con la
fabulación que satisfaga su visión de mundo o la visión de mundo que
quisieran transmitir (y ese, quizá, sea el lazo último que redime al
escritor: la voluntad de transmitir). En cierta forma esa es la razón de
su autismo (permítaseme la licencia médica): un corpúsculo en la mente
del escritor que lo impulsa, a veces sin él quererlo, a dejar de vivir
en el mundo para vivir en su mundo, una potencia que lo toma y lo
arrastra no fuera de sí, sino a sus propias profundidades, lo arroba
pero no en un sentido místico, sino en sentido negativo, a un fondo en
el que posiblemente no encuentre nada —para, pese a todo, convertir esa
nada en algo.
Pero si hago del “escritor” el sujeto de
estas divagaciones la verdad es solo por comodidad discursiva.
Lamentablemente ese es un estado del espíritu que ahora se considera
exclusivo de unos cuantos a quienes convencionalmente se considera
escritores profesionales, a pesar de lo contradictorio que pudiera sonar
dicha noción. Escritor, a fin de cuentas, es quien escribe por la sola
razón romantizada de tratar de entender la contingencia y el caos de la
existencia, su carácter absurdo. Escritor es quien suple el diván y la
charla con el psicoanalista o el amigo con una libreta y una pluma.
Quien gracias al ejercicio de la escritura (o a pesar de este) consigue
aclarar o enturbiar aún más los conflictos de los que se cree preso.
En este sentido, uno de los
comportamientos antonomásticos del escritor, también uno que podría
caer, al menos superficialmente, en el rubro de la egolatría, es el de
tener un diario, actualizarlo más o menos día a día, reservar una de sus
horas para pasar por el filtro de la escritura (transcribir) hechos que
originalmente fueron presencia, gestos, sucesión inasible del tiempo.
¿Qué comportamiento más egoísta, más solipsista, que guardar para sí ese
fragmento ínfimo de la realidad que presuntuosamente el escritor cree
que le tocó vivir solo a él? “Siglos de siglos y sólo en el presente
ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el
mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí”.
Y por si esto no fuera suficiente, hay
quienes añaden una derivación a esta conducta, una suerte de corolario
escritural, de subcategorización, que consiste en practicar la escritura
de sueños. Tomar la pluma o sentarse frente a un teclado para rememorar
tan fielmente como sea posible lo recién soñado, para, en una fase
ulterior, encontrar o inventar las conexiones entre las fantasías
oníricas y lo realmente vivido. ¿Por qué esta persona en este sueño?
¿Por qué en este lugar? ¿Por qué un tablero de ajedrez?
Pero si ya antes aventuré que la
disculpa para el misantropismo o egoísmo del escritor pudiera
encontrarse en su propósito último de transmitir algo —de él mismo
redimir a otros por la vía de su sufrimiento convertido en escritura, en
comunicación, con todo el mesianismo que esto conlleva— en el caso de
este último aspecto de la vida del escritor tal vez haya un significado
todavía más trascendente —y al mismo tiempo profundamente íntimo.
Pienso qué tan egoísta o narcisista
puede considerarse la escritura o recreación de un sueño, aparejado con
el sostenimiento de un diario. Me digo ―a la luz de lo último que yo
mismo escribí o descubrí, a lo cual no hubiera llegado, posiblemente, de
otro modo― que, después de todo, poco o nada, al menos si se considera
que ambas tareas redundan ―socrática, vedánticamente― en el mejor
conocimiento de uno mismo, acaso también en la paz con uno mismo, la
condición necesaria para ser capaces de conocer otras cosas, acaso
también para entrar en paz con otras personas.
Fuente
PIJAMASURF
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