domingo, abril 21, 2013

La escritura y la esquizofrenia ¿La esquizofrenia y la paranoia son necesarias para la creación artística?



«Digamos, ante todo, que las dos novelas han llegado a nuestras manos en forma de ejemplares mecanografiados, en los cuales no aparece ninguna particularidad tipográfica. Este rasgo queda confirmado por los borradores y manuscritos que tenemos de ellas, y es lo opuesto de la presentación habitual de los escritos debidos a la pluma de paranoicos interpretantes: mayúsculas iniciales en sustantivos comunes, subrayados, palabras que se destacan de las demás, tintas diversas, rasgos simbólicos, todos ellos, de las estereotipias mentales. El grafismo mismo impresiona ante todo por su rapidez, su altura oscilante, su línea discontinua, la falta de puntuación. Todos estos rasgos se acentúan en los períodos correspondientes a una exaltación delirante.» Esto es de El caso Aimée, o la paranoia de autocastigo, uno de los pacientes tratados y documentados por Lacan. El relato de Lacan es sublime. Aimée, internada tras el violento ataque a una actriz que obviamente la desconocía, es escritora.

Hace un par de años llegó a la editorial en Madrid un manuscrito con las siguientes características: casi cada página escrita en una hoja diferente y con una tipografía diferente —en tipo de fuente y tamaño— que, incluso, utilizaba diferentes tintas, bastardillas, mayúsculas y subrayados inesperados, una puntuación personalísima y lo mismo con la ortografía, como cabe esperar. Las hojas tenían diferentes colores, cuadros de grandes maestros, dibujos del autor, etcétera, imágenes de todo tipo. Este manuscrito estaba acompañado por una carta donde contaba las dificultades que había tenido para lograr esta impresión y cómo el libro no podía llegar a los lectores sin una editorial que apostara por él, porque ni siquiera entregando sus ejemplares a una distribuidora era posible que los distribuyeran.

El libro era muy —muy— difícil de leer. Las letras se superponían con las imágenes y la legibilidad general era más que complicada a pesar de las ganas de al menos leer algo del texto que, en todo momento, sé que es de imposible publicación, al menos en ese formato. Desde el punto de vista literario, era igualmente caótico; pasaron unos años y no recuerdo nada de la parte narrativa, aunque sí recuerdo que no me llamó la atención para nada, que era una historia más de descubrimientos mágicos.

Desde ya que no pretendo acá meterme con rigores psicológicos, ni siquiera insinuar, mucho menos asumir, que el autor en cuestión tenía algún tipo de esquizofrenia, paranoia o lo que fuera; tampoco que quien escribe con estos usos padezca de ninguna patología, ni muchísimo menos. Sí, y espero con esto no ofender a nadie, considero que los escritores tienden bastante a la esquizofrenia y la paranoia, o incluso los artistas en general, y es muy probable que parte de todo esto sea necesario para la creación. Sin cierta cuota de egomanía se hace imposible pensar que los pensamientos propios merezcan ser publicados. Hechas las aclaraciones sensibles, vuelvo al texto.

Esto de los “descubrimientos mágicos” tiene algo de “personajes en cajas altas”. Antes: ¿qué son las cajas altas? Las mayúsculas, en jerga española —que viene obviamente del antiguo sistema de impresión manual—; acá se utiliza el término “inicialado” —el cual desconocía hasta que me fuera enseñado por mis muy queridos compañeros de equipo, que tanto tienen que ver con esta columna—.

Los descubrimientos mágicos, decía, tienen mucho que ver con las cajas altas y con todo aquello que busca resaltarse en el texto. Y, por lo tanto, los personajes —casi indefectiblemente alter ego de los autores— tienden a estar a la altura de las circunstancias: son ellos los que transitan el espacio del conocimiento y la revelación, quienes tienen para contar tantas cosas que, imaginan, no han sido contadas antes.

Acá se da una particularidad: por un lado, el autor quiere destacar su saber, quiere que el lector acceda a este conocimiento, que comparta su revelación; por el otro, lo quiere hacer de manera solapada, quiere que este saber quede envuelto en cierto tipo de intriga, que el lector tenga que trabajar para develar el mensaje, tal vez como contrapartida al proceso que el mismo autor ha atravesado para acceder a este saber. Y en esta dialéctica pueden complicarse las cosas: por una parte, el trabajo que el lector tendría que hacer le es totalmente allanado en tanto se le evidencia el punto de llegada; por el otro, el proceso permanece críptico al punto, en algunos casos, de ser inextricable. Y estas dos cuestiones están construidas a partir de la escritura: se explican por medios gráficos los resultados, pero se complican los recursos narrativos que deberían llevar a ellos. Imaginamos entonces a un lector que transita ese proceso, con ojos extrañados, tratando de comprender por qué el autor se está tomando el trabajo de hacer tan difícil el camino si la respuesta estará igual, quedará bien evidenciada y no dará lugar a dudas ni ambigüedades reales. Como si tuviéramos en el equipo contrario siete defensores y dos arqueros, que no existieran las tarjetas y nos pudieran martillar las piernas durante los noventa minutos, pero con la certeza de que, antes de que el referee dé el pitido final, tendremos el camino libre para hacer el gol necesario.

Lo anterior es muy usual en textos primerizos. Hay por lo general una necesidad angustiante de diferenciarse, de ser especiales: algo que seguramente tenga su reflejo en una vida que se presenta extraña y diferente de otras. Quien empieza a escribir, en la mayoría de los casos, no lo hace para relacionarse, sino para salvarse. Y si tiene la sensación de que tiene que salvarse es porque la cosa no está del todo acomodada puertas adentro. Necesita expresar, ser especial, encontrar formas y sentidos a “todo eso que le pasa”; y está muy bien que así sea: como dijo Goethe, Werther se suicida para que no lo haga yo.

El punto es que la literatura termina pasando por otro lado. O al menos la escritura, con seguridad, pasa por otro lado. Un texto no es especial por que descubra una nueva forma de puntuar ni porque utilice mayúsculas explicativas y bastardillas místicas. El viejo y el mar es un relato diáfano, preciso, bien corto, y es inadjetivable.

El alemán, como todos saben, utiliza los sustantivos comunes con mayúsculas. Los alemanes, como todos saben, tienden a considerarse los decodificadores —y protectores— de la Verdad: les cabe la idea de que cada cosa que digan sea tan importante como para destacarla —y en tanto trascendencia en la Filosofía y la Literatura, al menos podemos aceptar que tengan sus argumentos—; de hecho, tras distintas cuestiones filológicas, tuvieron que elegir qué hacer con las mayúsculas y entendieron que lo suyo era ponerlas en todos los sustantivos comunes, a contrario sensu del resto de las lenguas.

Pero esas son otras cuestiones, muy distinto de lo que pretende esta columna. El ojo del lector no se prende fuego por una palabra resaltada, sino por una palabra bien puesta. Creo que para escribir primero hay que saber contar que un personaje baja por el ascensor, sale a la calle, estira el brazo y toma un taxi —solo con una mayúscula inicial—. Después viene el resto, y ahí hay que escribir y ya, confiar en uno sin soñar con que lo persiguen, con que va a resolverle la vida a nadie, con que tiene siquiera resuelta la suya, o que eso que escribe merezca o no ser publicado.

Por Juan González del Solar

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