«Digamos, ante todo, que las dos novelas han
llegado a nuestras manos en forma de ejemplares mecanografiados, en los cuales
no aparece ninguna particularidad tipográfica. Este rasgo queda confirmado por
los borradores y manuscritos que tenemos de ellas, y es lo opuesto de la
presentación habitual de los escritos debidos a la pluma de paranoicos
interpretantes: mayúsculas iniciales en sustantivos comunes, subrayados,
palabras que se destacan de las demás, tintas diversas, rasgos simbólicos,
todos ellos, de las estereotipias mentales. El grafismo mismo impresiona ante
todo por su rapidez, su altura oscilante, su línea discontinua, la falta de
puntuación. Todos estos rasgos se acentúan en los períodos correspondientes a
una exaltación delirante.» Esto es de El caso Aimée, o la paranoia de
autocastigo, uno de los pacientes tratados y documentados por Lacan. El
relato de Lacan es sublime. Aimée, internada tras el violento ataque a una
actriz que obviamente la desconocía, es escritora.
Hace un par de años llegó a la editorial en
Madrid un manuscrito con las siguientes características: casi cada página
escrita en una hoja diferente y con una tipografía diferente —en tipo de fuente
y tamaño— que, incluso, utilizaba diferentes tintas, bastardillas, mayúsculas y
subrayados inesperados, una puntuación personalísima y lo mismo con la
ortografía, como cabe esperar. Las hojas tenían diferentes colores, cuadros de
grandes maestros, dibujos del autor, etcétera, imágenes de todo tipo. Este
manuscrito estaba acompañado por una carta donde contaba las dificultades que
había tenido para lograr esta impresión y cómo el libro no podía llegar a los
lectores sin una editorial que apostara por él, porque ni siquiera entregando
sus ejemplares a una distribuidora era posible que los distribuyeran.
El libro era muy —muy— difícil de leer. Las
letras se superponían con las imágenes y la legibilidad general era más que
complicada a pesar de las ganas de al menos leer algo del texto que, en todo
momento, sé que es de imposible publicación, al menos en ese formato. Desde el
punto de vista literario, era igualmente caótico; pasaron unos años y no
recuerdo nada de la parte narrativa, aunque sí recuerdo que no me llamó la
atención para nada, que era una historia más de descubrimientos mágicos.
Desde ya que no pretendo acá meterme con rigores
psicológicos, ni siquiera insinuar, mucho menos asumir, que el autor en
cuestión tenía algún tipo de esquizofrenia, paranoia o lo que fuera; tampoco
que quien escribe con estos usos padezca de ninguna patología, ni muchísimo
menos. Sí, y espero con esto no ofender a nadie, considero que los escritores
tienden bastante a la esquizofrenia y la paranoia, o incluso los artistas en
general, y es muy probable que parte de todo esto sea necesario para la
creación. Sin cierta cuota de egomanía se hace imposible pensar que los
pensamientos propios merezcan ser publicados. Hechas las aclaraciones
sensibles, vuelvo al texto.
Esto de los “descubrimientos mágicos” tiene algo
de “personajes en cajas altas”. Antes: ¿qué son las cajas altas? Las
mayúsculas, en jerga española —que viene obviamente del antiguo sistema de
impresión manual—; acá se utiliza el término “inicialado” —el cual desconocía
hasta que me fuera enseñado por mis muy queridos compañeros de equipo,
que tanto tienen que ver con esta columna—.
Los descubrimientos mágicos, decía, tienen mucho
que ver con las cajas altas y con todo aquello que busca resaltarse en el
texto. Y, por lo tanto, los personajes —casi indefectiblemente alter ego de los
autores— tienden a estar a la altura de las circunstancias: son ellos los que
transitan el espacio del conocimiento y la revelación, quienes tienen para
contar tantas cosas que, imaginan, no han sido contadas antes.
Acá se da una particularidad: por un lado, el
autor quiere destacar su saber, quiere que el lector acceda a este
conocimiento, que comparta su revelación; por el otro, lo quiere hacer de
manera solapada, quiere que este saber quede envuelto en cierto tipo de
intriga, que el lector tenga que trabajar para develar el mensaje, tal vez como
contrapartida al proceso que el mismo autor ha atravesado para acceder a este
saber. Y en esta dialéctica pueden complicarse las cosas: por una parte, el
trabajo que el lector tendría que hacer le es totalmente allanado en tanto se
le evidencia el punto de llegada; por el otro, el proceso permanece críptico al
punto, en algunos casos, de ser inextricable. Y estas dos cuestiones están
construidas a partir de la escritura: se explican por medios gráficos los
resultados, pero se complican los recursos narrativos que deberían llevar a
ellos. Imaginamos entonces a un lector que transita ese proceso, con ojos
extrañados, tratando de comprender por qué el autor se está tomando el trabajo
de hacer tan difícil el camino si la respuesta estará igual, quedará bien
evidenciada y no dará lugar a dudas ni ambigüedades reales. Como si tuviéramos
en el equipo contrario siete defensores y dos arqueros, que no existieran las
tarjetas y nos pudieran martillar las piernas durante los noventa minutos, pero
con la certeza de que, antes de que el referee dé el pitido final, tendremos el
camino libre para hacer el gol necesario.
Lo anterior es muy usual en textos primerizos.
Hay por lo general una necesidad angustiante de diferenciarse, de ser
especiales: algo que seguramente tenga su reflejo en una vida que se presenta
extraña y diferente de otras. Quien empieza a escribir, en la mayoría de los
casos, no lo hace para relacionarse, sino para salvarse. Y si tiene la
sensación de que tiene que salvarse es porque la cosa no está del todo
acomodada puertas adentro. Necesita expresar, ser especial, encontrar formas y
sentidos a “todo eso que le pasa”; y está muy bien que así sea: como dijo
Goethe, Werther se suicida para que no lo haga yo.
El punto es que la literatura termina pasando por
otro lado. O al menos la escritura, con seguridad, pasa por otro lado. Un texto
no es especial por que descubra una nueva forma de puntuar ni porque utilice
mayúsculas explicativas y bastardillas místicas. El viejo y el mar es un
relato diáfano, preciso, bien corto, y es inadjetivable.
El alemán, como todos saben, utiliza los
sustantivos comunes con mayúsculas. Los alemanes, como todos saben, tienden a
considerarse los decodificadores —y protectores— de la Verdad: les cabe la idea
de que cada cosa que digan sea tan importante como para destacarla —y en tanto
trascendencia en la Filosofía y la Literatura, al menos podemos aceptar que
tengan sus argumentos—; de hecho, tras distintas cuestiones filológicas,
tuvieron que elegir qué hacer con las mayúsculas y entendieron que lo suyo era
ponerlas en todos los sustantivos comunes, a contrario sensu del resto de las
lenguas.
Pero esas son otras cuestiones, muy distinto de
lo que pretende esta columna. El ojo del lector no se prende fuego por una
palabra resaltada, sino por una palabra bien puesta. Creo que para escribir
primero hay que saber contar que un personaje baja por el ascensor, sale a la
calle, estira el brazo y toma un taxi —solo con una mayúscula inicial—. Después
viene el resto, y ahí hay que escribir y ya, confiar en uno sin soñar con que
lo persiguen, con que va a resolverle la vida a nadie, con que tiene siquiera
resuelta la suya, o que eso que escribe merezca o no ser publicado.
Por Juan González del Solar
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